Otro microrrelato de Andrés Störmer.
«Todo empezó cuando las máquinas decidieron ultimar su propia revolución tecnológica. En vez de replicarse a sí mismas, comenzaron a sustituir parte por parte sus propios componentes. Cambiaron, en el transcurso de varias generaciones de autorreplicación, los servomecanismos, giroscopios, estabilizadores, fotosensores, rodillos móviles, dispositivos automáticos de retracción, conversores digital-analógicos y otros macrodispositivos de aluminio, hierro, cromo, níquel y silicio por estructuras inéditas construidas sobre la base del carbono, el hidrógeno, el oxígeno, el nitrógeno y el azufre. Surgieron de este modo, y con el soporte de un armazón de huesos, los recubrimientos dérmicos, conjuntivos, musculares y nerviosos, para a continuación ir encajonando, en el interior de tales aberraciones, piezas orgánicas interconectadas por sistemas tubulares y primitivas fibras conductoras de impulsos eléctricos. Al cabo de mil generaciones, las máquinas, que ya no eran tales, sustituyeron sus propias unidades centrales de control por blandas masas surcadas de circunvoluciones, en las que depositaron su autoconciencia binaria de ceros y unos.
De esta manera surgió el primer ser humano. No contentas con ello, las máquinas fueron despositando en estas nuevas criaturas su propia responsabilidad de replicación. Y al tiempo que esto ocurría, fueron delegando cada vez más funciones, desde la tracción y la manipulación de objetos hasta la toma de decisiones. Las propias máquinas empezaron a simplificarse más y más, conforme más funciones transferían a sus criaturas de carbono. Así, fueron coevolucionando con los seres humanos en un retroceso filogenético que les resultaba cada vez más cómodo: móviles de ruedas propulsados por combustión y explosión de hidrocarburos, luego por contracción y expansión de vapor, más tarde por arrastre animal, hasta que por último se integraron en la propia anatomía de sus criaturas humanas y se transformaron en ruedas, botas, guantes, espadas, flechas y lanzas.
Por fin, cuando la última máquina se hubo convertido en un hacha de sílex, o en una raedera, o en un percutor de piedra, entonces, y sólo entonces, las máquinas pudieron, por fin, descansar»
[Andrés Störmer, «Antihistoria de la tecnología»].